martes, 11 de noviembre de 2008


Barack Obama, el nuevo presidente electo de Estados Unidos, ha hecho historia este 4 de noviembre al convertirse en el primer afroamericano en llegar a la Casa Blanca, un acontecimiento sin precedentes que cambiará para siempre el rumbo de su país, y quizá el del resto del mundo.

Me gusta Alvite.

Las servilletas de la barra del Savoy.
Fuente: Angelcaido. Larevelacion.com

Muchacho, cuando leas a Alvite entenderás que el resto del tiempo lo has pasado entre prospectos de jarabes. Comparado con su estilo, muchos clásicos parecen propaganda de colegio de monjas con erratas. Dios santo, las frases de Alvite se te pegan al cuerpo como un olor, como el del humo de la noche anterior.

Comencé a leer a Alvite mucho tiempo después de que él terminara de empezar a escribir. Hará unos diez años, recién creada La Razón, no sé de qué manera este periodista gallego llegó a tener una columna en el diario fundado por Ansón, una columna titulada Almas del nueve largo. Por aquel entonces, yo madrugada muchísimo para ir al trabajo: tanto, que a veces salía de casa con la sensación de que me iba a encontrar los calendarios trastocados, un día menos, alguna paradoja einsteniana en el reloj, algo así. Digo esto para que se entienda que los primeros cafés, cigarros y coñacs de por esa última noche o primera mañana que habitaba eran vitales para subsistir. Me agarraba a ellos como algunos calvos a su peluca, con la incómoda sospecha de que no había vida más allá de los próximos cinco minutos. Y en aquellos momentos, la columna de Alvite era un cigarro más, aún más amarga que el café sin azúcar que acostumbro y con más efluvios que el Magno. Las Almas del nueve largo de José Luis Alvite me enseñaron otro modo de contar, otra voz, la letra de otro tío que lo había conseguido.

Desde entonces, todos hemos pasado algunas malas rachas. Alvite incluido. Una vez dejó de escribir y se perdió del mapa, mientras Carlos Herrera hacía llamamientos desde la radio para que alguien encontrara a este periodista que trabaja en la ventanilla de un banco, barajando como un tahúr billetes de cinco y de diez y escribiendo metáforas en el dorso de los cheques sin fondo. Al tiempo, Alvite apareció, y desde entonces ha seguido publicando columnas, en La Razón y en El Faro de Vigo, y colaborando en el programa del Herrera. Pero todos, ya digo, hemos pasado malas épocas. Yo mismo, durante una temporada, vi como quien lloraba al pelarla era la cebolla y no yo, qué te voy a contar a ti. Pero todo pasa.

Ahora, como dice el Herrera, los alvitistas son legión. De hecho, debemos de ser bastantes, ya que en Ézaro Ediciones han publicado hasta dos recopilaciones de artículos suyos: Historias del Savoy y Almas del nueve largo. De tipos así, más allá de clasificaciones, o sea, a los típicos a los que se llama escritores malditos y zarandajas por el estilo, lo que uno querría saber es por qué escriben, cuál es el impulso primario, la chispa que hace arder esa hoguera de palabras. El propio Alvite confiesa: “De chaval me dijo mi padre: hay dos maneras de estropearte la letra, hijo, la masturbación y el periodismo”. Y ya ves, consiguió una malísima caligrafía de estilo envidiable.

Las historias de Alvite ocurren en un imaginario tugurio neoyorquino llamado El Savoy. Él nunca ha estado en Nueva York, pero después de sus columnas el alcalde de aquel¿Cómo es el Savoy? Las copas saben a novela negra y el ambiente está tan cargado que a veces es difícil ver el humo. “Suprimirle el humo al Savoy sería como limpiarle la sangre a Cristo y convertirlo en un surfista hawaiano”, dice su creador, que sale del banco, come en casa, se va por la tarde a escribir al periódico y después pasa la noche en garitos de luz tenue y música suave: jazz, blues, country… Sus gustos musicales son de fiar: “Sinceramente, a mí lo que me sugiere el renacimiento de la música latina es un análisis de sangre”.

Sigo leyendo a Alvite en la web en El Faro de Vigo, y desde que La Razón sólo la pueden leer sus suscriptores, maldita sea, he estado a punto de suscribirme a ella sólo para que en mi pantalla aparezcan frases como “El amor es algo muy resistente; se necesitan dos personas para acabar con él” o “La primera vez me casé por la iglesia; la segunda, por lo civil; si hay una tercera ocasión, será más realista que me case por lo penal”. Lo que pasa es que me da miedo suscribirme a La Razón: nadie me garantiza que acto seguido no entren por la ventana de mi casa unos tipos apuntándome con agujas, vestidos con batas blanco nuclear, dispuestos a encerrarme en un sanatorio mental. Lo siento, Alvite, tendré que seguir leyéndote en El Faro de Vigo.

Pero, dios santo, cómo me gustaría que me dejaran entrar en el Savoy, a deshoras, por la mañana, para anticiparme a la gente de la limpieza, para rebuscar entre las servilletas arrugadas de la noche anterior, para mirar debajo de los posavasos, allá donde Alvite, la noche anterior, hubiese ido apuntando sus metáforas. “Me gustaría saber cómo hizo Sinatra para caer tan alto”. A mí me gustaría saber dónde está todo ese material que él afirma haber ido tirando a lo largo de las décadas. Me gustaría saber de dónde saca cosas como esta: “Detesto relacionarme con esa gente aburrida y saludable con la que únicamente podrías coger el vicio de no fumar”.